Ella
volvía a casa después de un duro día en la oficina. Para colmo,
las gafas se le habían caído y uno de los cristales estaba
completamente roto. Metió y giró la llave, abriendo la puerta y
entrando en el silencioso y oscuro portal. Vivía en la peor zona de
Londres. Bandas, prostitución, drogas, disparos a las tres de la
mañana. Por eso mismo no tenía coche. Si lo tuviese, seguramente ya
se lo habrían robado.
Sin
encender la luz, se acercó a los buzones y comprobó que solo había
propaganda de comida basura, retiros espirituales y juguetes
eróticos. Metió los panfletos religiosos en el buzón del Tercero B
y se quedó con los otros dos. Mientras observaba los nuevos
vibradores, dio unos pasos firmes, a pesar de no ver nada, hasta las
escaleras. Hubo un juguete en especial que le encantó. Era morado.
Ella amaba el morado. Pequeño, un poco gordito, con control remoto y
distintas velocidades. ¡Por el módico precio de 40 libras! ¡Y
además te regalaban el lubricante y unas bolas chinas! Ella había
retirado las suyas, así que estaba feliz de haberse topado con ese
pack. Guardó el anuncio en el bolso y comenzó a subir las
escaleras.
Vivía
en el quinto. Siempre subía por las escaleras y, siempre que podía,
lo hacía a oscuras. Le excitaba pensar que un extraño pudiera estar
detrás de ella, siguiendo sus pasos. No veía nada y, mucho menos,
sin las gafas. Pero era como una gata. Llevaba tantos años haciendo
lo mismo que se había acostumbrado a la oscuridad. Si fijaba bien la
vista, podía llegar a ver sutilmente los escalones. A cada paso que
daba, su respiración y excitación aumentaban. No había nadie
detrás de ella, pero su poderosa imaginación hacía que acabase
húmeda.
Necesitaba
con urgencia comprarse ese vibrador.
Llegó
a su piso con el pulso acelerado, mojada y con los pezones duros
rozando su sostén de encaje negro, pidiendo ser liberados. Miró
atrás, esperando encontrarse a su supuesto agresor y, como siempre,
lo único que vio fue oscuridad. Metió la llave en la cerradura y
cuando escuchó el clic, empujó y un delicioso olor a jazmín le dio
la bienvenida. Sin encender la luz, dejó las llaves en el platito de
barro que le había hecho su sobrina por su veinticinco cumpleaños y
colgó el bolso y la chaqueta en el perchero. Sin quitarse los
zapatos, se adentró en la oscuridad de su casa. El olor a jazmín la
persiguió hasta la cocina, donde dejó paso al olor del pollo asado
que había comido ese medio día. Abrió la nevera y cogió la
botella de vino blanco. Buscó un vaso limpio y, al no
encontrar ninguno, cogió la taza que su sobrina le había regalado
las navidades pasadas, donde se podía leer "The best auntie".
Lo llenó hasta casi rebosarlo y le dio un trago. Por fin podía
decir que el día había acabado. Dio otro pequeño sorbo, liberando
así toda la tensión acumulada. Su trabajo le dejaba agotada. Era
parte de la Policía Metropolitana de Londres. No llevaba uniforme,
ni porra, ni pistola. Ella era analista. Se sentaba durante horas
delante de su ordenador y buscaba e investigaba toda la información
necesaria que le pedía su jefe para resolver los casos. Y ese día
habían tenido uno de esos casos duros, destructivos, donde todos
salen malparados. Pero lo habían resulto. Ya estaba. Cerrado y bien
guardado en un rincón de su mente.
Ella
no era policía, por lo que no tenía brazos ni piernas musculados,
ni tampoco tenía un saco de boxeo colgado en su salón para atizarle
cada vez que necesitara despejarse. Le gustaba estar en forma, pero
por otros motivos bien distintos.
Se
rellenó la copa y cuando fue a dejar la botella en la encimera, un
soplido en su nuca hizo que acabara en el suelo, hecha añicos.
Agarró con fuerza la taza, como si ésta tuviera vida y tuviera que
protegerla. Qué bien le vendría ahora tener una pistola, porque,
aunque no lo reconocería nunca, estaba muerta de miedo. Había
soñado infinidad de veces con situaciones similares. Pero una cosa
eran los sueños y otra muy distinta, la realidad. Aguantó el
aliento y rezó para que ese soplido fuera simplemente una brisa que
había entrado por la ventana. Pero ella no se había dejado ninguna
ventana abierta. Tenía la carne de gallina. Su corazón iba tan
rápido que pensaba que acabaría atravesándole el pecho. Una leve
caricia en su brazo derecho le hizo temblar de pies a cabeza. Intentó
recordar todas esas películas donde la víctima era más lista que
el agresor y conseguía salir ilesa, pero en ese momento solo le
venía a la cabeza el caso que acababa de cerrar. Mierda. Entonces
intentó memorizar las clases de defensa personal. Necesitaba
relajarse o acabaría en la mesa de un forense. Respiró
profundamente, intentando calmar su agitado corazón y decidió darse
la vuelta para enfrentarle.
Pero
su agresor no le dejó.
La
empujó e hizo que su tembloroso cuerpo chocara contra la encimera.
El intruso cogió la taza que le había regalado su sobrina y la dejó
en la mesa. ¿Por qué había hecho eso? Ella pudo ver que llevaba
guantes y una camiseta de manga larga o un jersey. Doble mierda. Así
no podría ver si llevaba algún tatuaje o alguna marca. Seguro que
también llevaba un pasamontañas. Mientras la mano derecha del
hombre le sujetaba la nuca, con la izquierda comenzó a hacer
un recorrido por su pierna, subiendo hasta su culo, donde se detuvo y
se entretuvo. Ella quería llorar. Llorar y gritar, pero el miedo la
tenía paralizada. El sujeto dejó su nuca y agarró fuertemente su
pelo, tirando de él hacia atrás, dejando su cuello vulnerable. Ella
tragó saliva. Él acercó su boca y posó sus labios justo debajo de
la mandíbula. Ella cerró los ojos. ¿Le había excitado ese beso?
No. No podía ser. Estaba confundida y asustada. Habría confundido
las sensaciones. Asco. Sí, estaba segura de que había sido asco lo
que había sentido. Apretó los labios cuando sintió una mano
colándose por debajo de su blusa. Las caricias de aquel hombre eran
suaves, casi podría decirse que hasta delicadas. ¿Por qué no la
violaba y acababa con los preliminares? ¿O acaso el sujeto solo se
excitaba con eso? Intentó grabarse a fuego esas preguntas en el
cerebro por si luego le servían de algo. También intentó memorizar
su olor. Olía a una mezcla entre sudor y colonia de hombre. Había
algo en el perfume que le era muy familiar.
El
desconocido le mordió el hombro. Apretando. Dejando su piel roja y
con restos de saliva. Ella jadeó de dolor. Pero aguantaría. Él le
sobó el culo, pellizcándoselo y dándole pequeños azotes, como si
así supiera que la estimularía. Y no se equivocaba. La agente
empezaba a tener calor. ¿Cómo era posible que en una situación así
se pusiera cachonda? ¿Estaría mentalmente enferma? ¿Necesitaba
terapia? Se mordió el labio cuando él, muy lentamente, deslizó su
mano hasta su entrepierna. Él le acarició el sexo por encima de los
pantalones. Las piernas de ellas no tardarían en ceder. No podía
negarlo más. Estaba muerta de miedo, pero a la vez quería que le
arrancara la ropa de una maldita vez y la follara.
Sin
duda necesitaba ir al psicólogo.
Una
pequeña parte de su cerebro le decía que desconectase y se dejase
llevar por las sensaciones. Y la parte coherente le decía que le
hiciese una de esas técnicas que le habían enseñado y dejarle
inmovilizado en el suelo. Con cada caricia, cada mordisco, cada beso,
su parte lasciva iba ganando. "Te matará y lo sabes".
Decía una vocecita en su mente. "Lo has visto miles de veces.
Te violará y luego te matará". Intentó no escucharla,
ignorarla porque su deseo cada vez era mayor. "Lo que de verdad
te debería importar es lo que le dirán a tu querida sobrina".
Gruñó porque no era justo que esa puta vocecita le recordara en ese
momento a su pequeña Jess. "¿Y tu hermana?". Ella volvió
a gruñir. Mientras, él decidió que se habían terminado las
delicadezas. Le apoyó las dos manos en la mesa y con una pierna, le
abrió un poco las suyas. Sintió su paquete rozarse con su culo. Y
entonces cualquier rastro de coherencia desapareció. Podía notar su
polla dura y dispuesta a penetrarla. Y ella lo quería.
El
hombre desabrochó el pantalón de ella y se lo bajó, dejándola en
bragas. Volvió a masajear su sexo, pero esta vez ya no estaba el
pantalón de por medio. Ella gimió cuando volvió a sentir su
erección contra su culo. Dios, eso tenía que ser muy grande. Se
mordió el labio para no volver a gemir. No quería darle ese gusto
al violador. Suficiente tenía con tenerla tan mojada y dispuesta a
dejarse hacer. Él le quitó la blusa, rompiéndola y dejándola
inservible para el futuro. Puso sus manos sobre sus tetas, aún
cubiertas por el sujetador. Las apretó y ella jadeó. Bajó la
prenda y por fin liberó sus duros pezones. Con una mano torturaba
uno de estos, con la otra, seguía masturbándola por encima de las
bragas. Seguro que el hombre nunca hubiera imaginado tenerla tan
mojada y preparada para la penetración.
Sin
verlo venir, la apartó y la empotró contra una de las paredes de la
cocina. Volvió a separarle las piernas y con un dedo, apartó las
bragas y comprobó lo húmeda que estaba. ¿Cuándo se había quitado
los guantes? ¿Y por qué hacía todo eso si su intención era
violarla y quizá matarla después? Ella no entendía nada. Pero, al
igual que él, toda la sangre de su cerebro estaba concentrada en
otra parte. Por eso no le importaba si ése iba a ser su último
polvo.
El
hombre mordió el lóbulo de su oreja izquierda y cuando la escuchó
gemir, le puso un dedo en la boca y sin obligarle ni nada, ella
comenzó a chupárselo y mordérselo.
-
Eso es... - escuchar su voz hizo que se estremeciera. ¿Acaso le era
familiar? Tenían que ser imaginaciones suyas.
Siguió
penetrándole la boca a la vez que se lo hacía a su sexo. Ella echó
la cabeza hacia atrás y la apoyó en el hombro de él. Se iba a
correr y ni siquiera había probado la enorme polla que se escondía
detrás de esos pantalones. El dedo desapareció de su boca y de
repente escuchó el sonido de la bragueta abrirse. Se relamió
ansiosa. Él le arrancó las bragas y volvió a introducir un dedo.
"Dios,
está tan mojada", pensó el hombre.
Le
sacó el dedo y le dio la vuelta. Por fin podía ver a su agresor.
Pero no le dio tiempo a reaccionar, porque él le metió la lengua
hasta la campanilla, asfixiándola con un beso abrasador, salvaje.
Ella, instintivamente llevó las manos a su cuello, pero él no le
dejó. Sin que ella se hubiese dado cuenta, se habían acercado a la
mesa y después él, de un empujón, la recostó tirando el jarrón
que había en medio. Le abrió las piernas y la penetró, sin ir
despacio, sin tener cuidado de hacerla daño. Ella gritó de dolor.
Eso que tenía dentro era demasiado grande. Pero poco a poco se
acostumbró a él y, sus embestidas comenzaron a volverle loca. Él
le apretaba las tetas y pellizcaba sus pezones. Con dureza, sin
piedad.
-
Ah... - ella estaba a punto de llegar al éxtasis. Él no tardaría
en seguirla.
Lo
que estaba sintiendo era inmoral, pero su moral y buen juicio hacía
rato que habían desaparecido. Solo podía disfrutar de lo que ese
hombre le estaba haciendo. Si iba al infierno, lo haría con la
cabeza alta.
De
repente, la cocina se llenó de los gritos de ella al llegar al
orgasmo. Y segundos después, de los de él.
Una
hora después...
-
Jo...der - ella intentó moverse pero le era imposible. Estaba
tumbada en la cama, pero no podía mover un solo músculo.
-
¿Estás bien? - él le miró sin dejar de sonreír.
-
Mejor que bien - se acercó y le dio un beso.
-
¿Cuándo supiste... que era yo? - preguntó curioso.
-
Tu olor te delató - él se olisqueó pero no notó nada raro.
-
Tuviste miedo al principio. Lo noté.
-
Nos ha fastidiado - le pegó en el pecho y él la acercó más a su
cuerpo. - He estado a punto de inmovilizarte.
-
Ya, claro - ella puso los ojos en blancos al ver esa sonrisa de
suficiencia. - Por eso has gemido casi desde el principio.
-
Idio... - él la besó para callarla. - Me ha parecido muy raro que
me quitaras la taza de las manos y la dejaras con tanta delicadeza.
-
No quería romperla o me hubieras matado - volvió a besarla.
-
¿Por qué has hecho todo esto? - se incorporó y se quedó sentada
mirándole.
-
Quería darte la enhorabuena por cerrar el caso de una maldita vez -
sonrieron los dos a la vez. - Me lo ha dicho Kate.
-
Has conseguido que mi día mejore - volvió a recostarse sobre él. -
Gracias.
-
Para eso estamos - agarró la sábana y cubrió sus cuerpos desnudos.
- Mañana no hagas planes.
-
¿Más violaciones? - ella rió y él le mordió el labio.
-
No idiota - se quedó un minuto callado, creando intriga. - Tengo
varias sorpresas.
-
¡Ah! - gritó emocionada. - Te quiero mucho. Lo sabes, ¿verdad?
-
Lo sé - le dio un beso en la nariz y luego se estiró para apagar la
luz. - Buenas noches, pequeña.
-
Buenas noches - sonrió feliz y cerró los ojos, tardando muy poco en
entrar en el mundo de los sueños.
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